Compañeras y compañeros:
He aceptado la gentil invitación que me hicieran los organizadores para hablar en este acto, pero lo hago no en mi calidad de Embajador sino en mi condición de ex colaborador del Presidente Allende.
Hace días atrás, el Presidente Pepe Mujica, preguntado sobre su candidatura al Premio Nobel de la Paz respondió: “Yo no puedo ni debo aceptar premios a la paz en las condiciones de este mundo”. Se refería a un mundo marcado hoy por los conflictos en Palestina, en Ucrania, en Libia, en Irak, en Siria y en África, con un saldo de cientos de miles de muertos, otros tantos niños huérfanos y millones de desplazados. Y a los actos de barbarie que nos han golpeado en estos días por televisión.
Pero también a un mundo donde, según la organización humanitaria Acción contra el Hambre, 1.000 millones de personas padecen hambre cada día, en circunstancias de que la producción agrícola es suficiente para alimentar al doble de la población mundial. Y donde, según la Organización Mundial de la Salud, el 80% de ésta concentra la totalidad de los problemas de salud relacionados con la pobreza.
Producto de los grandes avances científicos y tecnológicos habidos en el campo de la biomedicina, en la segunda mitad del siglo pasado la esperanza de vida al nacer a nivel mundial se incrementó en casi 2 décadas, de 46 a 65 años. Pero las desigualdades son abismantes: mientras que para las mujeres de los países desarrollados esta cifra fue de 78 años, para los hombres del África subsahariana fue de solo 46.
En 2013, el 50% de las mujeres en riesgo de parto prematuro no recibieron fármacos para prevenir la muerte del bebé, por lo que 300.000 mujeres fallecieron durante el parto y 3 millones de bebés lo hicieron al nacer. Y en el mismo año, 7 millones de personas murieron a causa de la contaminación atmosférica.
En el campo de la educación la situación es también dramática. Según datos de la UNESCO, en 2012, 900 millones de personas en el mundo eran analfabetas y 60 millones de niños en edad de cursar enseñanza primaria no iban a la escuela.
Para combatir estas tremendas desigualdades 191 países acordaron en el 2.000 los Objetivos de Desarrollo del Milenio, comprometiéndose para el año 2015 a:
- Erradicar la pobreza extrema y el hambre
- Lograr la enseñanza primaria universal
- Promover la igualdad entre los sexos y la autonomía de la mujer
- Mejorar la salud materna
- Combatir el sida, el paludismo, la malaria, la tuberculosis y otras enfermedades
- Garantizar la sostenibilidad del medio ambiente y
- Fomentar la alianza mundial para el desarrollo; y
- Terminar con las guerras, agregaría Pepe Mujica.
Todos estos objetivos, que podríamos calificar como de mera supervivencia, no podrán ser alcanzados por medio del sistema capitalista. Al contrario, es el capitalismo el causante principal de la pobreza extrema y del hambre. Del analfabetismo y de los millones de niños al margen de la educación primaria. De muchas enfermedades y la falta de atención médica. Del envenenamiento del aire y del agua. Y también de la guerra.
Si a algunos les pareciera esta sentencia como una majadería izquierdista, permítanme citar lo que dijo el Papa Francisco en su primera exhortación apostólica: “Hoy tenemos que decir no a una economía de la exclusión y la desigualdad.” Y agregaba: “Esa economía mata”, describiendo al capitalismo como “una tiranía invisible”.
Efectivamente, nunca podremos lograr estas metas por medio de estructuras que se basan en el interés individual y el afán de lucro, sino priorizando las formas colectivas y solidarias de organización social y económica. Haciendo que las necesidades básicas de todo ser humano se satisfagan crecientemente a través de la consagración de un derecho, asegurado por todos, y no por medio del dinero y el mercado.
Por eso, al rendir homenaje a Salvador Allende en el 41 aniversario de su muerte, no solo nos anima recordar su heroico sacrificio y su ejemplar consecuencia revolucionaria, sino afirmar la actual vigencia y urgencia del camino que iniciara al intentar construir el socialismo por medios no armados, a través de la democracia política pluripartidista. Son ya varios los pueblos de nuestra América y el mundo que han empezado a transitar por este camino. Cada cual a su manera, atendiendo a su idiosincrasia, a su historia y demás determinantes de su particular realidad.
Salvador Allende sabía que para transitar del capitalismo al socialismo por este camino era indispensable generar una gran fuerza social y política ya que son poderosos los intereses que se le oponen, tanto internos como externos. Por eso convocó a humanistas de todos los orígenes: marxistas, laicos y cristianos, para marchar unidos en torno a los valores de la justicia social, de los derechos humanos, del respeto a las diferencias y el amor por la naturaleza.
Entendía que para avanzar y consolidar lo logrado había que ganar en hegemonía, para lo cual era esencial la toma de conciencia y organización del pueblo. Que más que vencer había que convencer. Porque son muchos los que no teniendo intereses capitalistas, se oponen aun al socialismo. A ellos hay que conquistar. Con argumentos, con acciones incluyentes y sobretodo con el ejemplo de nuestras vidas. Construir mayoría, construir unidad, construir organización: a esto siempre nos convocaba.
Allende comprendía por último que el camino es largo. Que habría avances y retrocesos. Pero estaba seguro, como lo dijo al final de su vida que “No se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra – exclamó – y la hacen los pueblos” Y agregó, con infinita fe en la humanidad que “Más temprano que tarde se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor”.